Publicado originalmente en Pensar Vol. 4, No. 4.

Me agrada notar que la religión se puso de pronto de moda en el debate intelectual. En este interesante trabajo, el pensador vasco Fernando Savater despunta desde el vamos, reconociendo la influencia que ejerció sobre sus años adolescentes el libro de Bertrand Russell Ciencia y Religión, aunque en especial Por qué no soy cristiano, del mismo autor, el cual articuló su escepticismo primario.

Esta es una interesante obra de reflexión sobre los devaneos de la mente ante el temor de la muerte, tema al que Savater dedica una muy buena parte de su ensayo —a tal punto que en medio de la lectura uno se pregunta si es un libro sobre la religión o sobre la muerte.

Hay una frase que extraigo como la más representativa y vívida fotografía de la tesis central de Savater:

“El afán de encontrar curación sobrenatural para la muerte siempre será el más sólido fundamento pragmático de la fe”.

Pero claro, el libro también trata de otros aspectos relacionados con “el opio de los pueblos”, al decir de Marx, frase que “es compartida por ilustrados de ayer y conservadores de hoy” aunque “no la vocean por prudente miramiento y que sin duda estiman socialmente importante por su carácter de insustituible estupefaciente”.

Como decía, el libro también habla de la verdad, de la diferencia entre credulidad y fe (sostiene que la credulidad es peor que la fe aunque las razones que plantea para diferenciarlas no me convencen), del charlatán y del embaucador, de la ideología cristiana, del fanatismo y de las implicaciones políticas que tienen las ortodoxias fanáticas, del papel de la formación religiosa en la educación de las democracias laicas:

“El núcleo central del laicismo debería consistir en la capacidad de promover una crítica de la autoridad eclesiástica y una vigilante atención sobre sus pretensiones de poder y sus enseñanzas”, de Ratzinger y su histórico resbalón discursivo en Ratisbona, del carisma arrollador de Juan Pablo II, aunque también de su pensamiento, al que se refiere como “especulaciones doctrinales escolarmente retrógradas, declaradamente opuestas no ya a la ilustración volteriana sino a toda la modernidad intelectual a partir de Descartes”.

La ilustrada incredulidad de Savater nos conduce hasta preguntas incisivas: “Me cuesta comprender a quienes se dicen creyentes, auque afirman serlo de un modo alegórico o simbólico. Símbolos… ¿de qué? Alegorías…¿de qué?” Y para profundizar la pregunta, recuerda el título de un librito aparecido años atrás, donde Umberto Eco y el cardenal Martini mantienen un dialogo casi teológico.

El título del libro, ¿En qué creen los que no creen?, le lleva a Savater aún más al fondo y “ya puestos a situarnos en el brumoso plano teológico, hay una pregunta mucho más urgente y más difícil de responder: ¿En qué creen los que creen? Y su lógico corolario: ¿Por qué creen en ello… si es que logran aclarar en que creen?”

Aunque al autor de La vida eterna le queda claro que la voluntad de creer surge de flaquezas y angustias humanas sobradamente comprensibles, le parece asombroso, por ejemplo, que se respete a los clérigos que administran estas “revelaciones” arbitrarias.

Supone también que la gente acata la religión, en parte, por “pura mimesis social”: “Libre de presiones excepcionales de cualquier tipo, la espontaneidad lleva al ser humano a hacer, pensar y venerar lo que ve hacer, pensar y venerar a los demás”.

Aún así, se pregunta una y otra vez, como si le costara aceptar esa credulidad que se robustece cuando se disipa la inteligencia:

“¿Cómo es posible que alguien crea de veras en Dios, en el mas allá, en todo el circo de lo sobrenatural? Me refiero naturalmente a personas inteligentes y sinceras, de cuya capacidad y coraje mental no tengo ningún derecho de dudar…. Pero… tras Darwin, Nietzche y Freud, después del espectacular despliegue científico y técnico de los últimos 150 años, ahora, hoy… ¿Sigue habiendo creyentes en el Súper Padre justiciero e infinito, en la resurrección de los muertos y en la vida perdurable, amen?”

Con todo, a Savater le parece insoportablemente pretencioso rechazar la idea de Dios con un exabrupto o encogerse de hombros ante la necesidad psicológica de lo trascendente.

El libro está colmado de referencias a otros autores y de citas ingeniosas e interesantes. Me ha complacido encontrar, hacia el final de este repaso reflexivo de cuestiones trascendentes, un breve espacio para el homenaje que el autor dedica “a quienes se enfrentaron con riesgo de su vida a los fanáticos que en el fondo nada saben pero están dispuestos incluso a matar para ocultar el secreto de su ignorancia. Una rosa pues para Hipatia, que exponía el pensamiento de los filósofos griegos a la que los primeros monjes cristianos arrastraron y apalearon por las calles de Alejandría en el año 415 d.J.C. Y también flores de gratitud para Etienne Dolet, ajusticiado en la plaza Maubert de París, o para Giordano Bruno, que ardió en la de las Flores, en Roma. Y tantos y tantos otros”.

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