Por qué niego la religión

Por: James Randi

 

La página de esta semana1 estará dedicada enteramente a la religión. He llegado a un punto donde tengo que descargarme sobre este tema que, hasta ahora, he sentido que se hallaba fuera de los temas que la JREF2 maneja. Dado que la religión surge como parte de los tantos argumentos que apoyan otras afirmaciones fantásticas, quiero mostrarles que aceptarla es de la misma naturaleza que aceptar la astrología, la EPS («percepción extrasensorial»), la profecía, la rabdomancia (también llamada «radiestesia») y la otra miríada de extrañas creencias que manejamos cada día.

Con anterioridad me he excusado de participar en acaloradas discusiones de esta persistente noción, sobre la base de que no ofrece ninguna evidencia examinable, a diferencia de lo que hacen las otras creencias en lo sobrenatural… aunque esos exámenes siempre han mostrado resultados negativos. No se puede discutir lógicamente con la gente religiosa, porque afirman que sus creencias son de tal naturaleza que no pueden examinarse, simplemente «existen». En lugar de discutir o intentar razonar con sus estándares, me conformaré con señalar, brevemente, cuán improbables, irrazonables, caprichosas y fantásticas son sus afirmaciones básicas, refiriéndome en su mayor parte a aquéllas con las que tengo más familiaridad, por mi experiencia personal.

Con frecuencia recibo críticas de creyentes en asuntos psíquicos y dogmas religiosos, ofendidos, que me acusan de ser uno de esos temibles «materialistas»; o de ser incapaz de aceptar las maravillas que ellos eligen adoptar, por estar «encerrado» en una visión del mundo que acepta sólo la versión científica «inamovible» y «ortodoxa» de cómo funciona el mundo. Esas palabras entrecomilladas son extractos directos de reprensiones recientes a las que fui sometido. Primero que nada, la palabra «inamovible» no puede en modo alguno aplicarse a la verdadera visión científica. Mi definición favorita de ciencia, concisa y que admito haber inventado, es: La ciencia es la búsqueda de verdades básicas sobre el Universo, una búsqueda que desarrolla afirmaciones que parecen describir cómo funciona el Universo, pero que están sujetas a corrección, revisión, ajuste, o incluso rechazo liso y llano, en caso de presentarse evidencia conflictiva o mejor.

La ciencia es una disciplina que hace frecuentes concesiones mientras intenta aproximarse mucho a esa elusiva meta llamada «verdad», pero sabiendo que cualquier conclusión a la que pueda llegar es simplemente la mejor del momento. Cualquier declaración ( , por ejemplo) es «verdadera» cuando se aplica a las balas de cañón lanzadas desde torres inclinadas; sin embargo no describe exactamente la interacción de objetos muy pequeños o muy grandes como electrones o galaxias. Eso no la vuelve «errónea», simplemente limitada. Declaraciones más abarcativas, tales como la relatividad o la cuántica, describen mejor un espectro más amplio de interacciones físicas, pero enterradas en esas declaraciones más avanzadas encontramos la anterior, más simple, la cual confío en que mi lector reconocerá como una de las enunciadas por ese sujeto llamado Newton. La estructura de la Ciencia misma también está en estado de desarrollo constante; idealmente, no tiene un estado «ortodoxo» en el cual se estabiliza de forma confortable y complaciente.

Sólo hace falta un nuevo estándar estadístico o una innovación en la observación para cambiar su enfoque ante cualquier evento o decisión con los cuales estaba anteriormente -de forma tentativa- satisfecha, pero el verdadero científico no lamenta ni rehúsa tales mejoras de enfoque o técnica, por el contrario adoptándolas y ajustándose a la comprensión nueva y mejorada del mundo que se halla disponible. A la religión, en contraste, le repele la duda honesta, prefiriendo la aceptación ingenua y sin cuestionamientos. Es el deseo de ajustarse lo que proporciona la verdadera gloria de la Ciencia, en mi opinión de aficionado. Esto se halla en claro contraste con los axiomas de la religión, los que se vanaglorian orgullosamente de sus inflexibles «verdades» para demostrar que «saben» ciertas cosas con certeza. Aún así, la Tierra es redonda, no plana, ni es el centro del Universo; esas revelaciones fueron prontamente aceptadas, absorbidas y aceptadas por la ciencia, primitiva como era en ese momento de la historia, y quienes las incorporaron a su visión del mundo no sintieron ningún dolor, aunque en algunos casos debe de haber habido algo de incomodidad y sorpresa, seguida por deleite. Eppur, si muove. Incluso si no lo dijo, estoy seguro de que hubiera querido hacerlo… Sí, soy un materialista.

Estoy dispuesto a que me demuestren que estoy equivocado, pero eso no ha sucedido… aún. Y admito que la razón por la que soy incapaz de aceptar las afirmaciones de las maravillas psíquicas, ocultas y/o sobrenaturales es porque estoy encerrado en una visión del mundo que exige evidencias en lugar de fe ciega, una visión que insiste en la repetición de todos los experimentos (en particular aquéllos que aparentan mostrar violaciones a un mundo racional) y una visión que requiere un examen abierto de los métodos utilizados para llevar a cabo esos experimentos. La decisión de ser un materialista es mía, la tomé luego de muchos años de consideración de lo que observé, y luego de leer a Bertrand Russell y a otros. Ya que no fue una simple reacción a la información que me llegaba, sino el resultado de examinar esa información, estoy orgulloso de mi decisión. [Una digresión: estoy orgulloso de ser estadounidense, escéptico y bright («ateo»). Sólo me siento orgulloso de aquello que he logrado, no de aquello con lo que nací o que me fue dado.

Elegí ser estadounidense y me gané esa distinción, me transformé en escéptico y sigo siéndolo aunque era difícil y aún me causa problemas, y ser un bright es un desafío a los millones que me etiquetan de inferior porque no soy supersticioso como ellos. No me importa; yo conozco y acepto el mundo real.] De niño, se me dijo que los salvajes estaban condenados a arder en sulfuro hirviente si no aceptaban a la «misericordiosa» deidad que se me describió, ¡incluso si no habían tenido la oportunidad de conocerlo/la! Esa deidad, por lo que me dijeron, tenía muchos de los serios defectos que se me dijo que debía evitar. Él/ella/ello era caprichoso, inseguro, celoso, vengativo, sádico y cruel, y exigía constante alabanza, sacrificio, adulación y reforzamiento del ego, o los castigos podrían ser muy severos. Descubrí, en mis tempranas observaciones, que la gente religiosa estaba muy temerosa, temblando y preguntándose si habrían cometido alguna infracción a la multitud de reglas que tenían que seguir. Estaban (y están) regidos por el miedo.

Ese no es mi estilo. Pero fueron las increíbles historias que me contaron las que me hicieron retroceder, incrédulo. Por ejemplo, me dijeron que hace unos 2.000 años una virgen del medio Oriente fue impregnada por algún tipo de fantasma, y como resultado produjo un hijo que podía caminar sobre el agua, revivir a los muertos, transformar agua en vino y multiplicar rodajas de pan y peces. Todo además de arrojar demonios. Esperó y aceptó una muerte brutal y sádica, y luego se levantó de entre los muertos. Había mucho, mucho más. Adán y Eva, decían, eran los humanos originales, depositados en un jardín para iniciar nuestra especie. Pero no entendía, y aún no entiendo, cómo si sólo tuvieron dos hijos varones, y uno de ellos mató al otro, de algún modo se las arreglaron para producir suficiente gente para poblar la Tierra, sin incesto, ¡lo que estaba claramente prohibido! Entonces algún profeta detuvo la rotación de la Tierra, un ejército hizo sonar cuernos hasta que cayó una pared, un sujeto llamado Moisés dividió en dos el Mar Rojo, e hizo que cayeran ranas del cielo… No hace falta que siga. ¡Y eso es sólo una pequeña parte de una religión! El Mago de Oz es más creíble. Y más divertido.

Sigo escuchando, de parte de los parapsicólogos, los religiosos y los ocultistas, sobre esta falta de voluntad a la que aluden, la reluctancia por parte de ciertos escépticos para considerar la evidencia. Puede ser que haya escépticos que coincidan con esa descripción, pero no conozco a ninguno. He escuchado sobre la supuesta negativa de los escépticos a creer, que se asemeja e incluso supera la dedicación del más ardiente entusiasta de la reencarnación, del más fanático doblador de cucharas, o del más devoto de los OVNIs. También he visto intentos por delinear las bases más o menos irracionales que subyacen bajo tales posiciones extremas. Se dice, con bastante exactitud, que la mente humana necesita una imagen comprensible del universo en el cual vive; la búsqueda de patrones es una técnica de supervivencia básica que está programada en nosotros.

También buscamos tener un entendimiento de nuestra propia existencia, y con frecuencia resulta que adoptar lo que podría describirse como un punto de vista religioso o «religioso-metafísico» parece facilitar crearle un sentido al supuesto enigma de la existencia. Me da la impresión de que los escépticos, hablando en general, evitan creer en hipótesis metafísicas, inverificables y anticientíficas, pero los credófilos prefieren creer que, cuando nos presionen, los escépticos admitiremos haber adoptado al menos cierto grado de enfoque metafísico. Esto sólo puede ser el intento desesperado de los credófilos por hacerse ilusiones, una declaración de que ellos no pueden creer que no todos son crédulos. Es algo con lo que simplemente no pueden identificarse, ni aceptar. He aquí la forma en la que los credófilos nos ven a los escépticos, y cómo intentan hacerse ver como racionales, en contraste con nuestra conducta inconstante: admitirán que muchos de ellos han adoptado posiciones religiosas heterodoxas; y puede que incluyan en la lista de ellas hombres de paja tan obvios y ridículos como la Teosofía o la Cienciología, sólo para mostrar que no están totalmente desprovistos de sentido común.

Dicen que aunque muchos escépticos reniegan de cualquier tendencia religiosa, aún así, agregan, tras cuidadoso examen, ellos (los escépticos) frecuentemente exhiben una profunda creencia en lo que los credófilos consideran la «doctrina metafísica» que llaman «materialismo». Esta doctrina, dicen, niega la existencia de entidades tales como mentes, almas y espíritus, y afirma que el universo físico constituye la totalidad de la realidad. Señalan que ya que el materialismo no puede considerarse probado científica o filosóficamente, este apego por nuestra parte puede deberse a una reacción a ciertos eventos y tendencias en la historia de la ciencia. Esto es una inversión del carro y el caballo, en mi opinión. Apartándome por un momento del tema, permítanme exponer aquí un punto de vista y un enfoque que ya he ofrecido antes. Los lectores tendrán presente el premio de un millón de dólares que ofrece la JREF. Muchos de los postulantes al premio (la mayoría) nos desafían para que refutemos su(s) afirmacion(es).

Nosotros respondemos que no afirmamos nada, que simplemente les pedimos que prueben sus afirmaciones. No intentamos, ni intentaremos, refutar aquello que ellos afirman es verdadero. De similar manera, los escépticos no intentan probar el materialismo. Es simplemente la mejor, más lógica y razonable explicación del universo. Eso es emplear la economía de pensamiento. Y el materialismo puede verificarse; un atributo que los credófilos dicen con frecuencia que no es aceptable ni necesario dentro de su punto de vista sobrenatural. Los escépticos no permiten la invención de situaciones o entidades convenientes pero inverificables para establecer una afirmación, ni aceptan que pueda adjudicarse propiedades mentales o espirituales a la materia física, lo que da origen a la idea de las reliquias y lugares sagrados. Ejemplos de esto son el diente de Buda, el Sudario de Turín, Lourdes, la Piedra Negra de la Meca. Aristóteles, en cuyas enseñanzas se basa buena parte de la cristiandad, enseñó que había «esferas cristalinas» que arrastraban a los planetas y estrellas en sus viajes celestes, y que estaban asociadas con «motores» incorpóreos e indefinidos que proveían las fuerzas para mantenerlos en movimiento.

Él pensaba que esos «motores» eran de naturaleza espiritual, y que la relación de un motor con su esfera era la de un alma en relación con su cuerpo. Esta visión fue reforzada por posteriores intérpretes de Aristóteles como Tomás de Aquino en el siglo XIII, quien enseñó que la materia más básica se concebía, de igual modo, como poseedora de propiedades psicológicas. Aristóteles escribió que un objeto terrestre caía al suelo debido a su «aspiración» por alcanzar su «lugar natural». Esta visión animista del universo también se encuentra en las obras de William Gilbert, el físico inglés. Él apoyaba las ideas del filósofo griego Tales, quien atribuía la atracción magnética a la acción de un «alma magnética» en el mineral magnético natural conocido como calamita o piedra imán, y que la atracción era provocada por la emisión de un «efluvio magnético» del mineral. Gilbert creía también que la Tierra misma tenía un alma magnética.

En su posición tan cercana al Sol, decía, el alma de la Tierra percibía el campo magnético del Sol, y razonaba que uno de sus lados ardería mientras que el otro se congelaría si no actuaba, y por lo tanto decidía inclinar su eje en un ligero ángulo a fin de producir la variación de las estaciones. No se equivoque condenando a Aristóteles y a Harvey como malos pensadores; no lo eran. Trataron bien otros asuntos sobre los que escribieron. Es probable que si hubieran tenido acceso al conocimiento mejorado que se desarrolló luego del período en el que vivieron, hubieran aceptado y celebrado esa adición; eran científicos, aunque no se había alcanzado la estricta disciplina de esa profesión cuando declararon sus conclusiones. El hecho de que se hayan desvanecido esas fantásticas visiones animistas de la materia constituyente del Universo como resultado de los avances científicos no debe llevarnos a desdeñar las ideas de los antiguos; hicieron lo mejor que pudieron, y debido a las invenciones creadas libremente por sus religiones (vienen a la mente historias sobre nacimiento virginal y sobre panes y peces) no encontraron dificultad en sus asunciones algo menos imaginativas.

Sin embargo, va siendo hora que los paranormalistas, ocultistas y entusiastas religiosos de hoy acepten que sus propias asunciones ya no son, ni serán, aceptables. Tenemos que crecer. La religión está detrás de muchas de las principales tragedias de la humanidad. Un nuevo libro de Jon Krakauer se titula Under the Banner of Heaven: A Story of Violent Faith («Bajo el estandarte del Cielo: una historia de fe violenta»). La actual percepción del Islam como una religión particularmente militante (oficialmente impulsada y hermoseada para justificar nuestra presencia en Irak, en mi opinión) invoca horrendos recuerdos del fiasco del culto davidiano y del ataque de gas nervioso de Aum Shrinricko en el subterráneo de Tokio hace unos pocos años, y del suicidio «del fin del mundo» de los fieles en la secta «People`s Temple» de Jim Jones.

Esas son sólo unas pocas instancias dramáticas de los efectos del celo religioso que hizo que los creyentes más conservadores recularan, e incluso dudaran (por unos instantes) de la sabiduría de su fe. No hubieran debido ser necesarios tales eventos de alto perfil, repentinos y sangrientos, para llamar nuestra atención sobre este problema. Otras situaciones más penetrantes que están desarrollándose, a las cuales parece que nos acostumbramos debido a su presencia constante en nuestras vidas, deberían producir la misma alarma. La tragedia israelí-palestina, la guerra católico-protestante en Irlanda del Norte, la guerra étnica tamil-sinhalesa y las atrocidades hindú-musulmanas que diariamente cobran vidas y traen terror y agonía a tantos, son sólo continuaciones de antiguas confrontaciones entre variantes de ilusiones religiosas.

Los esfuerzos desesperados para sostener (por cualquier medio) el gobierno y poder de los sistemas religiosos vigentes que insisten en que poseen El Camino a la salvación y la vida eterna, tal como tan bien demostró la sangrienta Inquisición Católica que nos liberó no hace tanto tiempo, ilustran igualmente bien que una porción demasiado grande de nuestro conflicto es un resultado directo de la presencia de la religión. Y, en eventos tan menores como las elecciones locales, se puede jugar y de hecho se juega la carta de la religión, con gran éxito. Atesoramos nuestros errores, y los defendemos. Con frecuencia hasta la muerte. Y la actitud de que las creencias supersticiosas como la religión son inofensivas está muy equivocada. Richard Dawkins lo observó recientemente: Creo que puede afirmarse que la fe es uno de los mayores males del mundo, comparable al virus de la viruela pero más difícil de erradicar. La fe, al ser creencia que no se basa en la evidencia, es el principal vicio de cualquier religión. ¿Y quién, contemplando a Irlanda del Norte o a Medio Oriente, puede confiar en que el virus cerebral de la fe no es peligroso por demás?3 Siempre he hecho una diferencia entre «fe ciega» y «fe basada en la evidencia».

De ahora en adelante, usaré la palabra «fe» sin agregar «ciega». En lugar de «fe basada en la evidencia», diré «confianza». Tengo confianza en que el sol saldrá mañana, ¡o, más correctamente, en que la Tierra girará para enfrentar al sol!; y tengo fe en que George W. Bush en algún momento dejará de apelar a un dios o invocar la plegaria en cada una de sus apariciones públicas… Los credófilos tratan de establecer un paralelo entre la ciencia y la religión. Esa es una empresa inútil; la una es la exacta opuesta de la otra. No, tal como también escribe Dawkins, Aunque tiene muchas de las virtudes de la religión, [la ciencia] no tiene ninguno de sus vicios. La ciencia se basa en evidencia verificable. Encontramos la religión en buena parte de nuestra historia, nuestra filosofía, nuestra vida diaria y nuestro sistema legal. La mezcla de razas fue prohibida con base en reglas bíblicas, la esclavitud fue justificada por el mismo libro.

Es conveniente tener un antiguo conjunto de reglas para respaldar las acciones y conductas odiosas, especialmente cuando puede argumentarse que es necesario cierto nivel de «interpretación» (¡aunque nunca una negación total!) para que se apliquen en cualquier situación. En ese sentido, rechazo los gastados argumentos que tratan de excusar errores y disparates completamente obvios de la religión insistiendo que «en realidad no significan eso». Significa lo que dice, y ninguna coartada o explicación me convencerán de que no se suponía que los fieles realmente creyeran que el Universo fue creado en siete días. Decídanse: o es correcta, o está equivocada. Ahórrenme el argumento de que le debemos tanto de nuestro arte y cultura a la religión; eso es un error de atribución.

Las grandes obras de arquitectura, pintura, música y escultura que se prodigó para adular santos, deidades y sus descendientes, y los benditos fallecidos, fueron comisionados, auspiciados y pagados por aquéllos que los ofrecían como sacrificios, penitencia, homenaje y relaciones públicas. Esos ofrecimientos eran artículos de seguro, apaciguamiento y soborno para neutralizar transgresiones o para obtener una mejor posición en la fila. Fueron motivados por el miedo. Estoy de acuerdo en que la abundancia de trabajo creativo que podemos disfrutar como resultado de esta aprensión es mucho mayor, pero pienso con frecuencia cuánto mejor hubiera sido si el trabajo hubiera sido dirigido a (y planeado para) nuestra especie, en lugar de serlo para seres míticos en el cielo o bajo tierra. Bien, agradezco a la mitología por darme el Mesías de Händel, pero eso no compensa el sufrimiento, dolor, temor y los millones de muertos que no hacía falta que ocurrieran… Considere esto: un hombre cree (más allá de cualquier duda) que su dios es el único dios, es omnipotente y omnisciente, lo ha creado a él y al universo entero que lo rodea, y es caprichoso, celoso, vengativo y violento.

El mismo dios ofrece al hombre una alternativa entre arder en agonía eterna en un infierno con una precisa definición, o vivir para siempre en una variedad de paraísos, algunos de los cuales incluyen calles de oro y otros una amplia provisión de deleites virginales. ¿Hay alguna elección? ¿El hombre dejará de cumplir alguna de las órdenes o los caprichos de esta deidad? ¿Cómo podemos dudar que la religión es un sistema compulsivo que controla completamente a sus adherentes? Es una tiranía, una trampa, un desastre de tamaño y alcance infinitos. No quiero nada de eso. Examine la noción de un «dios amoroso». Este dios sólo lo ama si sigue las reglas. No se permiten preguntas, dudas ni objeciones. «Porque yo lo digo, ésa es la razón». Él/ella/ello lo ama como un granjero ama a un animal de tiro; uno es útil, obedece, y es dócil. Si se aparta de la senda, su primogénito será asesinado, si no sigue una orden caprichosa, se convierte en una columna de sal. ¿Eso es «amor»? Si es así, prefiero la indiferencia. A diferencia de los religiosos, que lo tienen todo cortado, predigerido y servido, yo estoy dispuesto a que me muestren.

Pero no aceptaré el argumento de las amenazas y el temor, no me creeré la excusa de que «no lo sabemos todo», y no tengo tiempo para argüir sobre las interminables fábulas anecdóticas a las que los fieles son tan afectos. ¿En qué cosas sí creo? Creo en la bondad inherente a mi especie, porque ésa parece ser una táctica y calidad positiva que conduce a mejores oportunidades de supervivencia, y a pesar de nuestra tontería, parece que hemos sobrevivido. Creo que este sistema de envejecer y eventualmente morir (un sistema resultado del proceso evolutivo, no del esfuerzo consciente) es un proceso excelente que crea espacio para miembros de la especie mejorados (ojalá), en un entorno que es cada vez más limitado. Creo que si no nos despabilamos y adquirimos un sentido de la realidad y el pragmatismo, nuestra especie hará lo que todas hacen en algún momento: dejará de existir, prematuramente.

También creo que sí nos despabilaremos, porque esa es una táctica de supervivencia, y somos realmente buenos sobreviviendo… También creo en los cachorritos y los ojos brillantes de un niño, en la risa y las sonrisas, en los girasoles y en las mariposas. Las montañas y los icebergs, los copos de nieve y las nubes, son delicias para mí. Sí, sé que esta percepción es el resultado de la programación de mi cerebro, junto con la experiencia y asociación incorporadas, pero ello no le resta un ápice a mi apreciación de los fenómenos. Sé que otros, de mi especie o no, pueden no compartir mi maravilla y aceptación de estos elementos que tanto placer me dan, porque tienen distintas necesidades y reacciones. Una nube es una masa de vapor de agua condensado en la atmósfera, lo sé. Pero puede ser un navío, un demonio, un águila, si me permito actuar como un ser humano, y aunque muchos lo dudan, frecuentemente lo hago.

El escritor Krakauer, en su libro Bajo el estandarte del Cielo, en relación con la premisa de que la violencia y el fanatismo se hallan fácilmente en la religión, escribe: Aunque el territorio lejano de lo extremo puede ejercer una atracción intoxicante en los individuos susceptibles de todas clases, el extremismo parece ser especialmente predominante entre aquéllos inclinados por temperamento o crianza hacia las búsquedas religiosas. La fe es la antítesis misma de la razón; la falta de juicio, un componente crítico de la devoción espiritual. Y cuando el fanatismo religioso suplanta al raciocinio, de pronto no hay límites. Todo puede suceder. Absolutamente todo. El sentido común no se compara con la voz de Dios… «La fe es la antítesis misma de la razón; la falta de juicio, un componente crítico de la devoción espiritual». Eso lo dice todo.

¿Y usted cómo sabe que los magos hacen trucos?

El mago pone a su guapa asistente en una plancha debajo de una sierra eléctrica circular de más de un metro de diámetro que gira furiosamente.
Quizá corta algún trozo de madera para constatar el poder destructivo del gigantesco dispositivo. La sierra eléctrica baja de manera dramática hacia el vientre de la guapa asistente hasta que la toca.
La mujer trata de escapar pero está sujeta con cadenas. La sierra entra con una sacudida en el cuerpo, cortando el vientre. Es posible que se vea sangre. La guapa asistente parece morir, sus músculos se relajan, la cabeza cae hacia un lado y los espectadores miran cómo la sierra termina su corte y se ve sobresaliendo por la espalda de la asistente, convertida ahora en dos medias asistentes más o menos guapas, una del ombligo para arriba y la otra del ombligo para abajo.
El público que asiste a un suceso así, sin embargo, no grita con horror, no se siente espectador de un asesinato vil, no sale corriendo a buscar a la policía, no salta como una chusma desbocada a linchar al sonriente mago. Simplemente espera.
Lentamente, la gigantesca sierra se levanta, el  mago mueve las manos estudiadamente, probablemente se arroja algo de humo en el escenario y suena música correspondiente a la emoción. De pronto, la asistente recobra la vida, es liberada, salta grácilmente de su plancha de tortura al escenario, sonriendo ampliamente, como un anuncio de pasta dental.
El mago la recibe tomándola delicadamente de la mano.
El público observa que ni siquiera el ajustado traje de lentejuelas de la proverbialmente guapa asistente muestra siquiera una desgarradura.
Los asistentes aplauden, el mago y la, sí, guapa asistente, se inclinan agradecidos, cambia la música y viene el acto siguiente. A ver, si yo veo de noche en un rincón oscuro a cualquier ciudadano serruchando a una mujer, guapa o no, trataré de impedirlo si el tamaño me ayuda, o llamaré a la policía, o gritaré pidiendo auxilio y alertando a los vecinos… no me quedaré ahí esperando a ver qué más pasa.
Pero el público, en este caso, se queda tan tranquilo.
Evidentemente, el astuto público sabe que está ante un truco de magia de escenario, un acto de ilusionismo. ¿Cómo lo sabe?

Vaya, la pregunta es tan tonta que responderla es difícil.

En serio, ¿cómo sabe usted que no ha asistido a un hecho asombroso de verdadera magia o brujería en el cual una persona ha sido cortada por la mitad y reconstruida debido a las energías del prana o el chi, la percepción extrasensorial, la hipnosis, la influencia de los espíritus o cualquier secreto milenario de los antiguos egipcios?
Piénselo.
Si viéramos este acto de ilusionismo con la estrechez de miras, la obtusa mente y la incapacidad racional de los charlatanes y su séquito, se nos podrían presentar argumentos sensacionales que resultaran en diálogos reveladores:

Gran Tragaembustes (GT): “No hay una explicación científica para lo que hemos visto: cortar a una mujer y pegarla de nuevo es un portento. 
Debe ser un fenómeno paranormal que debemos estudiar con un zahorí, una cacerola desvencijada, una cámara de fotos y un balde bien abastecido de agua con su correspondiente fregona (o trapeador).”

Incrédulo remiso (IR): “Hombre, es un truco”.

GT: “Y ¿cómo lo sabes?”

IR: “Pues porque es imposible rebanar a una muchacha sin que haya cortes de nervios, destrozo surtido e intenso de multitud de órganos internos, cortes en la piel y la consecuente muerte. Sin contar con que el vestidito de tul con lentejuelas habría quedado como la fregona o trapeador que pides. Pegarla de nuevo es imposible, ni un equipo de los mejores cirujanos podría hacerlo.
Nunca se ha hecho, habría sido un notición.”

GT: “¿Quieres decir que lo sabes todo, altanero cientificoide?”

IR: “Ni todo ni mucho, apenas un poco. Pero esto es un truco.”

GT: “O sea, estás fanáticamente cerrado a considerar lo que has visto con tus propios ojos como una verdad que puede tener importantes consecuencias parapsicológicas.”

IR: “Pues ya puesto así, sí. Una cosa es tener la mente abierta y otra dejar que le entre cualquier trozo de basura. No es necesario precisamente un cociente intelectual de 140 para saber que esto es un truco. Un niño te lo podría decir.”

GT: “A ver, demuéstrame que es un truco o un fraude. Dime cómo se hizo.”

IR: “No tengo puta idea de cómo se hizo, pero no necesito conocer el truco para saber que es un truco, eso no tiene nada que ver.”

GT: “O sea que no puedes demostrar cómo se hace.”

IR: “Así, tomando una cerveza después del show, pues no.
Necesitaría que el mago me permitiera conocer el truco que él usa, estudiarlo, analizarlo o hacerlo confesar. Y como él vive honradamente de sus trucos y los llama trucos de ilusionismo, pues difícilmente me los va a revelar o a permitir que los revele. Y como hay muchas formas de hacer un efecto mágico, incluso un mago puede no saber cuál de las formas se usó en este caso particular.”

GT: “Pues yo, como hymbestygador parapsicológico afirmo que se trata de un fenómeno misterioso, paranormal y lo suficientemente interesante como para escribirme un libro sobre el tema y hacer una asociación de hymbestygadores (en la que por supuesto aceptaremos a todos los hymbestygadores que piensen lo mismo que yo) para ocuparnos del tema y conseguirnos un programa en la radio.
La primera frase de mi libro será: `no se ha podido encontrar una explicación científica al fenómeno`. Venderé carretadas de libros.”

IR: “Pero si es un truco, cualquier persona normal puede verlo.”

GT: “Cerrado, dogmático. Nunca te dejaré hablar con mi Zoociedad Nazi-o-nal de Hymbestygasyón Paranadológica. Y ya sabrás de mí y de mis abogados, infeliz.”

El hecho real es que en muchas ocasiones resulta muy difícil saber cómo hacen sus trucos los magos, especialmente si son buenos.

De eso depende su éxito ante el público. Pero todos los que estamos en el público sabemos que es un truco. La diferencia entre los trucos mágicos y muchos fenómenos paranormales es que el mago abiertamente dice que presenta “efectos” o “ilusiones”, que utiliza elementos bien conocidos como la distracción, la habilidad con los dedos (prestidigitación), aparatos, ilusiones visuales, espejos y toda una variedad de herramientas de su oficio que le permiten ser un actor que en el escenario interpreta el papel de mago.
Por su parte, los fenómenos paranormales se presentan como hechos reales aunque parezcan precisamente trucos. Cuando los magos se interesan por el nivel de superchería de los buhoneros del ocultismo, suelen hacer demostraciones asombrosas.

He hablado aquí de “El Místico Abadaba”, que hace unas cirugías psíquicas que son un primor. Se ha mandado hacer un dedo pulgar falso como el que usaba Tony Agpaoa, del que extrae disimuladamente sangre y tripitas de pollo que parecen surgir del vientre del “paciente” con una verosimilitud asombrosa. Cuando un curanderoide brasileño de nombre “Arigo” impresionaba a los ignorantes metiéndose un cuchillo entre el párpado superior y el globo ocular, James Randi aprendió a hacerlo, demostrando que ni es difícil, ni duele, ni tiene de paranormal más de lo que tiene la televisión o los acordes en Do mayor. Pero se ve impresionante.

Como los magos viven del secreto de sus ilusiones, no son muy dados a contar cómo las hacen. De hecho hay toda una ética al respecto. Alguna vez, absolutamente confuso por un truco y aprovechando que estaba mostrándole México a Randi, le pregunté cómo se hacía. El viejo mago me preguntó “¿Te interesa simplemente saberlo o piensas practicar el truco?” Le dije que era pura y vil curiosidad y me informó que me iba yo a quedar con las ganas de saber. Tiempo después, ante otro truco “urigelleresco”, le dije que yo quería hacer eso, y con gusto me lo enseñó.

Es un efecto impresionante mediante el cual el espectador puede ver con sus propios dos ojitos suyos de su propiedad cómo uno de los dientes de un tenedor se va doblando solito de manera absolutamente inverosímil. Si los magos, que finalmente son gente del espectáculo, mantienen en secreto sus trucos, es de suponerse que quienes pretenden engañar a la gente presentando un truco como “fenómeno paranormal” son incluso más celosos de sus secretos. Eso dificulta que se pueda responder rápida y precisamente a la exigencia de los creyentes, crédulos o comerciantes: “A ver, dime cuál es el truco.” A veces, descubrir el truco cuesta trabajo y riesgos.

Los primeros estudiosos de los tales “cirujanos psíquicos” filipinos estuvieron en peligro real cuando se hicieron de trozos orgánicos que, diciendo que eran “tumores”, el charlatán “extraía del cuerpo del paciente”. Claro que no le hicieron gracia a los charlatanes, los trozos resultaron ser menudencias y sangre de pollo y cerdo, nada de tumores ni zarandajas similares. A veces, descubrir los trucos demanda de grandes conocimientos y valentía como los de exhibió Harry Houdini en numerosas sesiones “espiritistas” en las que su habilidad como mago le permitía ver de manera clara cómo se provocaban las “maravillas” que convencían a sus coetáneos de que los “médiums” tenían línea directa con el más allá.

Pero no faltó el que quisiera ponerle las manos encima al mago cuando los dejaba con el culo al aire, aunque la excelente condición físicoatlética de Houdini siempre impidió que las cosas llegaran a mayores. A veces, descubrir el truco no sirve de mucho, por las explicaciones verdaderamente fantásticas de los farsantes, como Uri Geller, que repite como guacamaya que si bien muchos magos pueden hacer trucos con los que obtienen los mismos resultados que Geller, los efectos que él, Uri, obtiene, son sin truco.

Es decir, ante dos efectos idénticos, y sabiendo que uno es una ilusión, se nos pide que creamos que el otro es producto de poderes rarísimos y sobrenaturales. A veces no se puede descubrir el truco porque los charlatanes no se dejan, simplemente, aduciendo todo tipo de argucias y distracciones. En tales casos, es necesario echar mano del sentido común (el menos común de los sentidos) y de la lógica más elemental para determinar si algo tiene o no visos de ser anormal, ya no digamos paranormal. Cuestionarse su verosimilitud, buscar casos parecidos, razonar desapasionadamente.

No hacer eso conlleva el riesgo de que usted, al no saber cómo hace sus trucos un mago, decida que lo que hace el mago no es un truco. Piénselo detenidamente: a lo largo de su vida ha visto muchísimas maravillas a cargo de los ilusionistas profesionales; se adivinan cartas, los objetos cambian de lugar misteriosamente, aparecen objetos e incluso animales de la nada, otros objetos o personas desaparecen, se destruyen y reconstruyen distintos materiales (cuerdas, periódicos, personas completas), parecen violarse las leyes de la naturaleza… y sin embargo usted sabe que eso es imposible, que es un truco, y siempre se hace la pregunta: “¿cómo lo hace?”, y aunque no tenga respuesta, no se inquieta pensando en que sea una real violación del orden del universo.

Por tanto, si alguien llega con otra aparente violación de las leyes naturales, del orden universal, y dice que no es un truco… ¿por qué vamos a creerle más a sus afirmaciones que a todo lo que sabemos sobre el mundo y su funcionamiento? Dicho de otro modo, si parece un truco, lo más probable es que sea un truco: caras que aparecen en el piso, aparatos supuestamente extraterrestres, comunicación con los muertos, profecías de las que siempre nos enteramos después de los acontecimientos… si alguien, contra toda lógica, dice que el fenómeno no es un truco, que realmente se han violado las leyes naturales y se ha roto en pedazos el orden del universo, más vale que tenga pruebas, pruebas sólidas. Pruebas al menos tan asombrosas como extravagante es su afirmación.

Porque los magos funcionan de buena fe, pero los charlatanes no. Así que, cuando le presenten alguna nueva maravilla, recuerde que usted sabe que lo que hacen los magos son trucos. Y generalmente mejores que las barbajanadas que nos venden los parapsicólogos y demás fauna desvergonzada.