La Biblia desenterrada.

Por: Osvaldo Meza. (osvaldomeza11@gmail.com)

Reseña de “La biblia desenterrada” De Israel Finkelstein y  Neil Asher Silberman

             Es increíble lo poco que puedes llegar a saber de un juego que has jugado toda tu vida’

Mickey Mantle (Beisbolista estadounidense)

 

Este libro publicado en 2001 originalmente en inglés y con edición en castellano de 2003 le deja a un lector la misma impresión que manifestó el beisbolista arriba mencionado, sobre todo si habla y lee en castellano.

Nací y mucho tiempo crecí como cristiano, y como testigo de Jehová que fui, leí como mínimo cinco veces la Biblia, de Génesis a Revelación o Apocalipsis. Si bien la lectura selectiva y explicada desde el púlpito cegaba por completo cualquier análisis crítico del libro más vendido todos los años, inevitablemente las cosas en el Génesis no cuadraban.

Ya fuera del ámbito religioso y desbancado por completo todo atisbo de veracidad del relato de la creación, nunca había considerado que lo después mencionado en la biblia no fuera verdad. Pensaba que tal vez había imprecisiones cronológicas en algunos años o tal vez siglos pero ya siendo crítico con los textos sagrados, jamás pensé que algunos pilares de la tradición bíblica pertenecieran nada más y nada menos que al terreno de la literatura más fantástica y mejor planeada del mundo antiguo, cuya fuerza e impacto en la vida real sigue vigente.

La lectura de la biblia, la doctrina de la Iglesia, la de los otros dos principales monoteísmos (judaísmo e islamismo) y las miles de referencias culturales que enmarcan nuestro aprendizaje están implícitos en nuestra sociedad occidental, y tal como manifestó el filósofo Lessing: ‘’ La superstición en la que fuimos educados conserva su poder sobre nosotros aun cuando lleguemos a no creer en ella’’. Nunca mejor dicho. Es por eso que este libro es de por más interesante.

¿Qué ocurre cuando el lector bienintencionado e imparcial pero educado en el seno de una cultura cristiana se entera que no hay evidencias que respalden la existencia de los patriarcas? ¿O que el Éxodo bíblico nunca existió? ¿O que la gloria del rey David y que las riquezas del rey Salomón no son tales?

Pues ocurre que experimenta un escepticismo intenso, producido por lo que en psicología se llama efecto Einstellung (del alemán que significa ‘’configuración’’). Básicamente significa que la primera impresión o idea que tenemos de un determinado fenómeno impide plantearse otras posibles concepciones de un determinado fenómeno. Es por este efecto que cuesta más reaprender algo de nuevo que aprender desde cero. Desde pequeños hemos incorporado muchas ideas y relatos bíblicos que no imaginamos otras explicaciones más allá de las que se encuentran en la biblia. Es por eso que siempre nos cuesta aceptar la idea de la verificación independiente respecto a los acontecimientos allí narrados.

Debe hacerse una aclaración. Este libro sirve como una introducción a los grandes temas de la biblia.

Si bien el título es amplio, en realidad abarca solamente al antiguo testamento (Léase desde Génesis hasta Malaquías) y se centra sobre todo en el período en que realmente fueron escritos y compilados los documentos que conocemos con ese nombre. Lleno de citas bíblicas, compara, analiza y explica la plausibilidad de los hechos narrados a la luz de las evidencias arqueológicas disponibles, fruto de los trabajos de arqueólogos (muchos de ellos israelíes modernos) en la península de Sinaí. Además explica porqué se había tardado tanto en la historia en hacer un abordaje secular, crítico y sobre todo científico de los sucesos bíblicos.

¿Fundó Abrahám una tribu de hebreos a través de Jacob, quien tras haber ‘’contendido con dios’’  se llamaría Israel,  sería el padre de las doce tribus que heredarían la ‘’Tierra prometida’’? ¿Qué necesidad había en explicar que Abrahám procedía de Ur o que la tumba de su esposa y la de él y la de su hijo Isaac y su nieto fuera en Macpelá? ¿Por qué insistir en que Esaú, hermano de Jacob, quien luego se llamaría Edom, despreció su ‘’herencia’’ por una sopa de lentejas e insistió en matar a su hermano una y otra vez?

La peculiaridad del libro es que transforma la lectura del relato bíblico en una trama política de lo más interesante, ofrece una reinterpretación de esas historias, desde la perspectiva de un pueblo, y más que nada, de una clase gobernante de una pequeña localidad en Oriente que hizo todo lo posible para mantener su individualidad y no ser engullida y asimilada por potencias circundantes.

En este libro el lector notará la elegancia en la creación de documentos y lo efectiva de esas tácticas para otorgar a un grupo de personas que habitan un determinado espacio (léase ‘’el pueblo de Israel’’), de una historia, tradición y costumbres que finalmente se utilizarían para legitimar pretensiones sobre objetos mucho más inmediatos y tangibles. Se conocerá la historia del rey Josías, quien, muy probablemente con ayuda de sus funcionarios de gobierno, lograron ‘’enlibrar’’ sus deseos e improntar en sus súbditos la idea de ser una nación especial, única y sobre todo favorecida por una alianza con el ‘’único dios verdadero’’.

Un dato interesante es que no se desacredita absolutamente toda la biblia, como podría pensar un escéptico radical, sino que también se la utiliza como referencia para enmarcar otros acontecimientos.

Como bien se explica en el libro, ese es precisamente el trabajo de un estudioso de la biblia:

La esencia misma de los estudios bíblicos consiste en separar las partes históricas del resto del texto en función de consideraciones lingüísticas, literarias y de la historia extrabíblica. Así pues, podemos dudar, por supuesto, de la historicidad de un versículo y aceptar la validez de otro, en especial en el caso de Omrí y Ajab, cuyo reino aparece descrito en textos contemporáneos asirios, moabitas y árameos

Una obra breve y densa, con sorpresas en cada capítulo para cualquier lector y en cada página para un lector asiduo de la biblia.

Considero un buen punto de partida para cualquiera que quiera profundizar sus conocimientos en la arqueología bíblica y en el análisis más pormenorizado de eventos puntuales, como la tan anhelada unificación de las doce tribus bajo el reinado de David y Salomón o los eventos posteriores a la destrucción del primer templo.

Lecturas como estas nos obligan a replantearnos cuestiones que creíamos sabidas y a respetar y admirar el trabajo de personas que, en busca de la verdad, desafían convenciones e instituciones.

 

 

Sapiens, un libro para hoy

 

Por: Osvaldo Meza (osvaldomeza11@gmail.com)

Con una capacidad de síntesis, que nos recuerda al maestro Asimov, y una claridad de ideas al mismo nivel del propio Sam Harris, en este libro se conectan hechos del pasado como una introducción para entender qué sucede en el presente. Como el propio autor declara, es una reseña que nos cuenta cómo una determinada especie de homínido, el Homo sapiens, pasó de ser uno más de los tantos de su género a pasar a ser el amo y señor de lo que se encuentra en la superficie terrestre. De ser dominado y limitado por su entorno y lo que en él predomina, a dominar tantas fuerzas como le fue posible, a tal punto de moldear este ambiente hostil y domesticarlo.

Si bien el estilo literario del autor es de lo más pulcro, lo que impacta del libro es la forma en que se presentan los hechos, las ideas que se desprenden de los mismos y la interpretación que se hace de ellos, cosa que generalmente ya queda implícita y el autor lo deja a criterio del lector, ya con muy poco margen para la discusión.

No puedo afirmar haber leído muchos libros pero cierta experiencia en ese mundillo la tengo, sobre todo en libros de divulgación científica y de historia. Y justamente, este libro ofrece una descripción de la historia pero basada en las evidencias disponibles de grandes acontecimientos atribuidos al hombre, como su migración a América y la domesticación de animales, brindadas sobre todo por la arqueología y la paleontología. Y lo hace desde la aventajada perspectiva de alguien que puede ver el cuadro completo en la actualidad pero que tiene la difícil tarea de ‘’conectar los puntos’’ como diría Asimov. Y en este libro se aprovecha la ventaja y de forma palmaria se cumple con la tarea.

La estructura del libro se divide en tres partes, como se explica en el mismo, a partir de las tres grandes revoluciones que ha experimentado la humanidad: la revolución cognitiva, la agrícola y la científica. Es en esta última en la que nos encontramos hoy día.

En la primera parte se brinda un resumen de las diferentes especies de homínidos que cohabitaron el planeta hasta hace aproximadamente 10000 años (Homo rudolfensis; Homo erectus; Homo neaderthalensis), dando por tierra a la idea común de una aparición en secuencia de evolución gradual de las mismas. No, coexistieron y, como también se comenta, además se hibridaron y también se exponen pruebas de estos hechos. Inquietantes implicancias. Se ve al Sapiens como un animal más, un animal ‘’sin importancia’’ que tenía tantas probabilidades de concretar proyectos como la tenían otros mamíferos, ¿pero cómo llegó a construir civilizaciones y artefactos que escapan del planeta desde tal humilde origen? Eso también se intenta responder.

Uno de los capítulos más impactantes del libro es el que relata la naturaleza devastadora de Sapiens que caracterizó sus olas migratorias. Revela no sólo la capacidad adaptativa de la especie sino también lo efectiva que fueron las herramientas que usaron para conseguir asentarse. Herramientas principalmente cognitivas. De ahí el nombre de la primera revolución. Probablemente la causa de esta revolución, que se habrá iniciado hace 70000 años, hayan sido mutaciones aleatorias en los genes de los Sapiens, lo cual implica que tal vez sólo una vez en la historia del universo, sólo una especie tuvo la oportunidad de conocer el espacio más allá de lo que le permiten sus ojos.

Pero la aparición del lenguaje, se puede decir, es condición necesaria pero no suficiente, para el éxito de Sapiens, queda algo más. Y en ese algo más es donde se percibe la particularidad de este libro, al explicar de forma plausible fenómenos tan obvios que generalmente pasan desapercibidos. Y esa es la contribución más importante del mismo. Categorías que anteriormente eran  innominadas pese a que moldearon nuestra visión actual del mundo, como las corporaciones, las finanzas, las leyes y los derechos universales, son bautizadas en este libro, de forma que dejarán una marca indeleble en la memoria del lector.

La revolución cognitiva es, en consecuencia, el punto en el que la historia declaró su independencia de la biología

 

Se lee en el último enunciado una introducción a la relación entre biología e historia, así también, de manera sobria se analiza los vínculos entre biología y cultura, que sería la antropología y sus contribuciones para entender problemas tan actuales como la pandemia de la obesidad o la creciente tasa de divorcios.

En la segunda parte del libro se analiza lo que el autor llama: El mayor fraude de la historia. En esta sección se hace uso de las evidencias que se disponen para llegar a conclusiones coherentes, obviamente, pero de una forma muy poco ortodoxa. Durante siglos que creyó que la agricultura y la domesticación de los animales fue un logro humano en el que el hombre ejercía un rol activo pero, ¿qué dicen los aproximadamente 11000 de agricultura en relación a la forma de vida de los Sapiens? ¿Fue esa domesticación un camino de una sola vía?

Avanzando un poco más en el libro, y por tanto, en la historia humana, nos encontraremos con las interacciones entre las distintas creaciones humanas y su evolución hasta nuestros días. ¿Porqué ‘’libertad’’ hoy día no significa lo mismo que cuando se firmó la declaración de la independencia de los Estados Unidos? ¿Qué significaba en aquel entonces ser libre? ¿Y ahora?

Es interesante que para responder preguntas de este tipo, el autor no sólo se valga de la historia o del derecho sino también de la psicología y de las neurociencias. Ecléctico.

Una vez abordados estos temas, el autor reflexiona sobre lo que llama la ‘’flecha de la historia’’, mirando a la misma, no con la vista de un águila, sino con el ‘’punto de vista de un satélite espía cósmico, que escudriña milenios en lugar de siglos’’. Sus conclusiones son contundentes.

Un aspecto clave de la llamada ‘’flecha de la historia’’ se vincula con la formación de los imperios y su relación con la religión. ¿Cómo es demasiado probable  que quien lea esto en castellano sea católico? La respuesta se sabe. Pero es distinto preguntarse el ‘’cómo’’ a preguntarse ‘’por qué’’. ¿Por qué fue el cristianismo y no otro politeísmo el que acabó siendo la religión oficial del imperio romano? De igual modo, ¿por qué la revolución científica empezó en Europa occidental y no en Asia?

Y finalmente, en la última parte se analiza la revolución científica y su matrimonio con la economía, que dan paso a lo que se llama ‘’el credo capitalista’’ y al invento que argamasa todo este conglomerado que llamamos sistema económico.

Historia, biología, antropología y psicología. Justamente, ese sincretismo de disciplinas se palpa de la forma más tangible cuando se analiza lo que llamamos la ‘’felicidad’’. ¿Qué dicen los estudios realizados al respecto? Se intenta abordar el tema desde una perspectiva lo más objetiva posible, llegando a una conclusión que podrá engendrar debates, característica de todo buen libro.

Finalmente, se plantea la cuestión de lo que sucederá en el futuro, partiendo de la base de cómo estamos ahora moldeando el presente.

Con una bibliografía enciclopédica que da pie a sus afirmaciones, este libro responde de manera absolutamente pragmática y necesaria, la pregunta: porqué y para qué estudiar historia.

Evoca a la frase de Anne Rice, quien en boca del vampiro Lestat, dice: ‘’ Preguntar es realmente abrir la puerta a un torbellino. La propia respuesta puede aniquilar la pregunta y a quien la formula’’.

Libro recomendado y sirve además como perfecto regalo.

 

 

 

 

 

La pandemia de la trascendencia

Por: Jorge Alfonso Ramírez

Publicado originalmente en Pensar Vol. 3, No. 4

Tratado de ateología. Física de la metafísica. Por Michel Onfray. Ediciones de la Flor, 2005. 269 páginas.

“No desprecio a los creyentes, no me parecen ni ridículos ni dignos de lástima, pero me parece desolador que prefieran las ficciones tranquilizadoras de los niños a las crueles certidumbres de los adultos. Prefieren la fe que calma a la razón que intranquiliza, aun al precio de un perpetuo infantilismo mental. Son malabares metafísicos a un costo monstruoso”.

Así, con este primer embate, el autor francés nacido en 1959, Michel Onfray, doctorado en filosofía, desembarca en territorio creyente en su magnífica obra Tratado de Ateología.

El filósofo anticipa su posición con un estilo franco y directo, sin tanto apego a los rebusques expresivos: “Mi ateísmo se enciende cuando la creencia privada se convierte en un asunto público y cuando, en nombre de una patología mental personal, se organiza el mundo también para el prójimo”.

Desnuda sin piedad las miserias de la mente beata sometida desde el fondo de los siglos por el peso asfixiante de los tres monoteísmos. Mentes disminuidas ante la mirada pueril de esos símbolos que hace mil años ya despedían el olor rancio de las antiguallas inservibles.

El autor —buscando las causas que dieron origen al opio de los pueblos— señala, entre otras cosas, a la muerte: “para conjurar la muerte, el homo sapiens la deja de lado. A fin de evitar resolver el problema, lo suprime. Tener que morir sólo concierne a los mortales. El creyente ingenuo y necio sabe que es inmortal, que sobrevivirá…”

Pinta el revelador cuadro de una escena primitiva intentando mostrar cómo lo divino surge de la angustia de una vida que termina: “Dios nace de la inflexibilidad, la rigidez y la inmovilidad cadavérica de los miembros de la tribu. Ante el espectáculo del cadáver, los sueños y los humos con que se alimentan los dioses adquieren cada vez más consistencia”.

Es el “imperio patológico de la pulsión de muerte”. Esta “neurosis que forja dioses” —dice Onfray— “no se cura con un esparcimiento caótico y mágico” y apunta sin dudar a la posibilidad de un desmontaje filosófico de esta ficción de ficciones a la que llaman Dios.

Hay páginas completas y sucesivas que deslumbran y atrapan por la lucidez de la crítica mordaz que hace Onfray, en especial al referirse a la reina absoluta de todos los absurdos: la Teología.

El autor se esmera en la autopsia del sinsentido diseccionando los disparates transformados en dogmas: la transubstanciación, la inmaculada concepción, la infalibilidad del Papa, y de todas las insustanciales conjeturas que como engendros sólo pueden incubarse en las estrambóticas mentes de los teólogos.

Las líneas dedicadas a la fábula de la transubstanciación son particularmente fulminantes: “los malabares con la sustancia y las especies sensibles son muy necesarios para convencer a los fieles de que lo que es (el pan y el vino) no existe y que lo que no es (el cuerpo y la sangre de Cristo) existe de verdad. ¡Prestidigitación metafísica sin igual! Cuando la teología se entromete, la gastronomía y la enología, incluso la dietética y la hematología, renuncian a sus pretensiones. Ahora bien, el destino del cristianismo se juega en esta lamentable comedia del bonneteau1 ontológico”. Aplaudo de pié.

Onfray no deja escapar la oportunidad de recuperar la memoria cuando repasa los ríos de sangre que tiñen a las santas religiones: “Millones de muertos, durante siglos, en el nombre de Dios, con la Biblia en una mano y la espada en la otra: la Inquisición, la tortura, el tormento; las Cruzadas, las masacres, los saqueos, las violaciones, el exterminio, el genocidio…” Todo, por amor al prójimo, escribe. “Detrás de todas esas abominaciones hay versículos de la Torá, pasajes de los Evangelios, suras del Corán que legitiman y bendicen…” señala con su habilidad de síntesis.

En su recorrida hacia atrás en el tiempo, detiene su atención en el paso del Jesús histórico al Cristo de la fe y sitúa el origen del mito cristiano en estrecho vínculo con los “delirios de un histérico”, como se refiere Onfray a Pablo de Tarso. La famosa escena de la conversión en el camino de Damasco pierde su encanto místico y Onfray nos muestra con crudeza la patología de un enfermo y su febril delirio evangelizador que terminó infectando toda la cuenca mediterránea.

En los Corintios (1 Cor 9:27), dice Onfray, Pablo confiesa: “Antes castigo a mi cuerpo y lo esclavizo”. “Sabemos que ahí se inicia el elogio del celibato, de la castidad y de la abstinencia. Jesús nada tiene que ver con esto; se trata más bien de la venganza de un aborto, como se nombra a sí mismo en la primera Epístola a los Corintios (15:8)”

“¿Incapaz de acercarse a las mujeres?” —se cuestiona el autor—, “Las detesta…¿impotente? Las desprecia.” A los ojos de Onfray, Pablo se convierte así en la palanca que remueve y renueva la misoginia del monoteísmo judío, heredado luego por el cristianismo y el Islam: “El Génesis condena de modo radical y definitivo a la mujer”, subraya, “primera pecadora y causa del mal en el mundo. Pablo adoptó esa idea nefasta, mil veces nefasta”.

Se vislumbra así́, según el autor, de donde provienen esas absurdas prohibiciones que afectan a las mujeres y que las condenan al silencio y la sumisión como puede comprobarse en Epístolas y Hechos, ambos de factura paulina. La bola de nieve mitológica puesta a rodar por la enfermedad del tarsiota significó para Onfray: “¡Dos milenios de castigos a las mujeres con el único fin de purgar la neurosis de un aborto!”

Pablo de Tarso —insiste el autor— como desequilibrado mental, encaja perfectamente en la categoría de “profetas furibundos, locos iluminados, histéricos convencidos de la superioridad de sus verdades grotescas y vaticinadores de múltiples Apocalipsis”

Envueltos en esa efervescencia milenarista en la que no se conocían aún la clozapina o el haloperidol, abundan los individuos de esta clase, como Teduas —sostiene Onfray—, que “se creía Josué, el profeta de las salvaciones anunciadas y también el étimo de Jesús… Procedente de Egipto, y con cuatro mil seguidores, quería destruir el poder romano y pretendía poseer la facultad, por medio de la palabra, de dividir las aguas de un río, con el fin de permitir el avance de sus tropas…Los soldados romanos decapitaron al Moisés de segunda clase antes de que pudiera demostrar su talento hidráulico”.

“El Jesús de Pablo de Tarso —apunta Onfray— obedece a las mismas leyes de género que el Ulises de Homero, el Apolunio de Tiana Filostrato o el Encolpio de Petronio: un héroe de película histórica…” Es decir, es el resultado de una ficción amplificada promovida por quien se interpreta como llamado a una causa trascendente. ¿No nos recuerda esto a muchos a quienes vemos hoy por televisión detentar semejantes pretensiones?

Y en ese mismo sentido, pero desde una perspectiva más amplia incluye a los demás evangelistas: “Los evangelistas escriben una historia y en ella narran menos el pasado de un hombre que el futuro de una religión” Le llama a esto “Argucias de la razón: creen en el mito y éste los crea. Los creyentes inventan su criatura y luego le rinden culto: el principio mismo de la alienación…”

En su repaso del pasado, Onfray pone el foco en los momentos decisivos del expediente del cristianismo: la conversión de Constantino y sus oportunas habilidades políticas que le permiten manejar el crucial Concilio de Nicea, en el año 325, donde se proclama “décimotercer apóstol”, y otros eventos críticos y fundamentales para la irrupción del cristianismo en la historia, como el del año 380, cuando el emperador Teodosio impuso el catolicismo como religión del estado.

Corriendo más hacia el rojo del espectro, y con el subtítulo de El gusto musulmán por la sangre arranca Onfray una brutal síntesis del tercer monoteísmo por orden de aparición cronológica: “El Islam retoma por su cuenta los peores desatinos judíos y cristianos: el pueblo elegido, el sentimiento de superioridad, lo local convertido en global…el culto a la pulsión de muerte, la teocracia abocada al exterminio de lo diferente…”

Rápidamente, Onfray busca a la principal bestia conceptual parida por la teocracia musulmana al señalar que: “Cerca de doscientos cincuenta versículos —entre los seis mil doscientos treinta y cinco del Libro— justifican y legitiman la guerra santa, la jihad.”

La exacerbación de la sumisión y la obediencia hasta el paroxismo del holocausto, mezclada con la prohibición de la duda —de hecho, “musulmán” es una palabra árabe que significa “los que se someten a la voluntad de Dios”—, es una mezcla explosiva que, como señala el autor, se suma a “la negación de la cualidad existencial a toda persona que no sea musulmana, la justificación de la matanza de infieles, el respeto a los rituales y obligaciones del creyente, la condena al uso de la razón, etc.” “Así se justifican los kamikazes musulmanes. Teoría de la escatología existencial”.

Después de todo ¿Quién puede negarse a la tentación del paraíso? Comprendemos, dice Onfray, “que tentados por esas vacaciones de sueño perpetuo millones de musulmanes vayan a los campos de batalla desde la primera expedición del profeta en Najla hasta la guerra de IranIrak; que las bombas humanas terroristas palestinas desencadenen la muerte en las terrazas de los cafés israelíes; que piratas del aire lancen aviones de línea contra las Torres Gemelas…Aún se obedecen esas fábulas que dejan pasmada a la inteligencia más modesta…”

El autor, sin mostrar mucha preocupación por el antecedente de Salman Rushdie, se cuestiona sobre la ignorancia que agita la vida en este mundo. Resume su impresión del Corán diciendo: “un libro que data de los primeros años de 630, hipotéticamente dictado a un cuidador de camellos analfabeto, decide en detalle la vida cotidiana de millones de hombres en tiempos de la velocidad supersónica, la conquista espacial, la informatización generalizada del planeta, del descubrimiento de la secuencia del genoma humano…”

Como farmacopea para combatir tanto delirio, el autor propone la deconstrucción de los mitos monoteístas que han infectado la cultura de violencia, ignorancia y muerte. Y vislumbra la posibilidad de un desmontaje filosófico. “¿El desafío?” —se pregunta—, y responde: “Una física de la metafísica: por lo tanto, una verdadera teoría de la inmanencia, una ontología materialista”. Un enunciado complejo como ese, anticipa dificultades, pero la recompensa valdría la pena. Al menos, Onfray escribe: “El ateísmo no es una terapia, sino salud mental recuperada”.

Finalmente, debo decir que Onfray ensayó una suerte de reconocimiento, reconfortante, a mi juicio, al dedicar parte de su tratado al recuerdo de aquellos ateos olvidados. En un ameno e ilustrativo repaso encontramos los nombres del Barón Dietrich Von Holbach, el imprecador de Dios, Julien Ofray de La Mettrie, Adrien Helvetius, Jean Meslier, Ludwing Feuerbach y muchos otros. Onfray se queja —y con razón— de que no existe ningún término para calificar de modo positivo al que no rinde pleitesía a las quimeras “fuera de esa construcción lingüística que exacerba la amputación: a-teo”.

Pero Michel Onfray no se muestra optimista: “Dios no está muerto ni agonizante —afirma—, al contrario de lo que pensaban Nietzsche y Heine. Ni muerto ni agonizante porque no es mortal. Las ficciones no mueren, las ilusiones tampoco; un cuento para niños no se puede refutar. Ni el hipogrifo ni el centauro están sometidos a la ley de los mamíferos que al igual que Dios, provienen del bestiario mitológico”. Y más aún, agrega: “No se puede asesinar un subterfugio, no es posible matarlo. Más bien, será él quien nos mate; pues Dios elimina todo lo que se le resiste. En primer lugar, la Razón, la Inteligencia, el Espíritu Crítico. El resto sigue por reacción en cadena”, remata.

Ese Dios esculpido en la noche de los tiempos por una especie consciente de su abandono a la intemperie existencial, “sólo existe para facilitar la vida cotidiana a pesar del camino que cada cual ha de recorrer hacia la nada”, escribe, finalmente, no sin cierto dramatismo.

“El último de los dioses desaparecerá con el último de los hombres. Y con él, el miedo, el temor, la angustia, esas máquinas de crear divinidades”.


NOTAS

  1. Bonneteau: juego de prestidigitación callejera.

Ver introducción al Tratado de ateología escrita por Esther Díaz. En Internet: www.estherdiaz.com.ar/textos/on fray.htm.

Sobre penas eternas y consuelos fantásticos

Publicado originalmente en Pensar Vol. 4, No. 4.

Me agrada notar que la religión se puso de pronto de moda en el debate intelectual. En este interesante trabajo, el pensador vasco Fernando Savater despunta desde el vamos, reconociendo la influencia que ejerció sobre sus años adolescentes el libro de Bertrand Russell Ciencia y Religión, aunque en especial Por qué no soy cristiano, del mismo autor, el cual articuló su escepticismo primario.

Esta es una interesante obra de reflexión sobre los devaneos de la mente ante el temor de la muerte, tema al que Savater dedica una muy buena parte de su ensayo —a tal punto que en medio de la lectura uno se pregunta si es un libro sobre la religión o sobre la muerte.

Hay una frase que extraigo como la más representativa y vívida fotografía de la tesis central de Savater:

“El afán de encontrar curación sobrenatural para la muerte siempre será el más sólido fundamento pragmático de la fe”.

Pero claro, el libro también trata de otros aspectos relacionados con “el opio de los pueblos”, al decir de Marx, frase que “es compartida por ilustrados de ayer y conservadores de hoy” aunque “no la vocean por prudente miramiento y que sin duda estiman socialmente importante por su carácter de insustituible estupefaciente”.

Como decía, el libro también habla de la verdad, de la diferencia entre credulidad y fe (sostiene que la credulidad es peor que la fe aunque las razones que plantea para diferenciarlas no me convencen), del charlatán y del embaucador, de la ideología cristiana, del fanatismo y de las implicaciones políticas que tienen las ortodoxias fanáticas, del papel de la formación religiosa en la educación de las democracias laicas:

“El núcleo central del laicismo debería consistir en la capacidad de promover una crítica de la autoridad eclesiástica y una vigilante atención sobre sus pretensiones de poder y sus enseñanzas”, de Ratzinger y su histórico resbalón discursivo en Ratisbona, del carisma arrollador de Juan Pablo II, aunque también de su pensamiento, al que se refiere como “especulaciones doctrinales escolarmente retrógradas, declaradamente opuestas no ya a la ilustración volteriana sino a toda la modernidad intelectual a partir de Descartes”.

La ilustrada incredulidad de Savater nos conduce hasta preguntas incisivas: “Me cuesta comprender a quienes se dicen creyentes, auque afirman serlo de un modo alegórico o simbólico. Símbolos… ¿de qué? Alegorías…¿de qué?” Y para profundizar la pregunta, recuerda el título de un librito aparecido años atrás, donde Umberto Eco y el cardenal Martini mantienen un dialogo casi teológico.

El título del libro, ¿En qué creen los que no creen?, le lleva a Savater aún más al fondo y “ya puestos a situarnos en el brumoso plano teológico, hay una pregunta mucho más urgente y más difícil de responder: ¿En qué creen los que creen? Y su lógico corolario: ¿Por qué creen en ello… si es que logran aclarar en que creen?”

Aunque al autor de La vida eterna le queda claro que la voluntad de creer surge de flaquezas y angustias humanas sobradamente comprensibles, le parece asombroso, por ejemplo, que se respete a los clérigos que administran estas “revelaciones” arbitrarias.

Supone también que la gente acata la religión, en parte, por “pura mimesis social”: “Libre de presiones excepcionales de cualquier tipo, la espontaneidad lleva al ser humano a hacer, pensar y venerar lo que ve hacer, pensar y venerar a los demás”.

Aún así, se pregunta una y otra vez, como si le costara aceptar esa credulidad que se robustece cuando se disipa la inteligencia:

“¿Cómo es posible que alguien crea de veras en Dios, en el mas allá, en todo el circo de lo sobrenatural? Me refiero naturalmente a personas inteligentes y sinceras, de cuya capacidad y coraje mental no tengo ningún derecho de dudar…. Pero… tras Darwin, Nietzche y Freud, después del espectacular despliegue científico y técnico de los últimos 150 años, ahora, hoy… ¿Sigue habiendo creyentes en el Súper Padre justiciero e infinito, en la resurrección de los muertos y en la vida perdurable, amen?”

Con todo, a Savater le parece insoportablemente pretencioso rechazar la idea de Dios con un exabrupto o encogerse de hombros ante la necesidad psicológica de lo trascendente.

El libro está colmado de referencias a otros autores y de citas ingeniosas e interesantes. Me ha complacido encontrar, hacia el final de este repaso reflexivo de cuestiones trascendentes, un breve espacio para el homenaje que el autor dedica “a quienes se enfrentaron con riesgo de su vida a los fanáticos que en el fondo nada saben pero están dispuestos incluso a matar para ocultar el secreto de su ignorancia. Una rosa pues para Hipatia, que exponía el pensamiento de los filósofos griegos a la que los primeros monjes cristianos arrastraron y apalearon por las calles de Alejandría en el año 415 d.J.C. Y también flores de gratitud para Etienne Dolet, ajusticiado en la plaza Maubert de París, o para Giordano Bruno, que ardió en la de las Flores, en Roma. Y tantos y tantos otros”.

William Wrede y su sorprendente “El Origen del Nuevo Testamento”

WilliamWrede.v2 Wrede - Origen del NT

Por Claudio Di Gregorio

Los racionalistas creemos, con alguna razón, que un teólogo o un clérigo es necesariamente un propagandista de su fe: que miente, o bien que por una visión sesgada, no puede ser objetivo. De un cristiano esperamos una apología, una defensa irrestricta, una muralla de dogma, ciega a toda evidencia. Decimos, como Borges, que “la teología pertenece al género de la literatura fantástica” o, como Jorge Alfonso Ramírez, que “es la reina indiscutida de la superchería; un agujero en el aire”.

Entonces un día alguien menciona al teólogo luterano alemán Georg William Wrede, quien murió en 1906 tras haber dejado una obra importante en apenas 47 años de vida. Y en la primera página de El Origen del Nuevo Testamento ––su muy breve pero contundente trabajo publicado póstumamente en 1909–– encontramos esta declaración, inusitada en un teólogo:

“No tengo el plan de defender el Nuevo Testamento contra objeciones, ni siquiera atacar y refutar ciertas ideas sobre el Nuevo Testamento, o su valor… Es privilegio legítimo de la ciencia real y genuina ignorar todo lo relativo a pasiones teológicas y controversias de época, y sin ambages apuntar a un solo fin: llegar al fondo de los hechos”.

Y el párrafo que lo sigue se descompone en nociones igualmente sorprendentes:

  • (a) La ciencia ha destruido la idea de que la Biblia, especialmente el Nuevo Testamento, tiene un origen sobrenatural (“La crítica reconoce que la vieja doctrina de la inspiración es insostenible”).
  • (b) Las narraciones de los cuatro evangelios están viciadas de múltiples contradicciones entre sí, que contribuyen a la idea de que se trata solo de obras humanas.
  • (c) La historia muestra que, al principio, la idea del origen sobrenatural de la Biblia no existía; que esa idea es solo un juicio posterior de la Iglesia sobre esos escritos.

Por si lo anterior no fuese suficientemente claro, Wrede reitera que:

  • (d) “los libros del Nuevo Testamento no fueron… dictados a los autores humanos por Dios… sino escritos por hombres de una manera completamente humana”.

No perdamos de vista que éste no es un texto de Bart Ehrman, de Nietszche o de otro ateo eminente, sino de un teólogo que hasta el fin creyó en la divinidad de Jesucristo, pero cuya integridad moral y raciocinio lo fuerzan a admitir la realidad y a argumentar con honestidad. No se lee todos los días un documento de tanto sentido común y franqueza.

Sin duda un espíritu independiente y alineado con el método científico, Wrede postula la libertad académica: “La investigación exige plena libertad; la línea de marcha no puede ser prescrita, o de lo contrario toda la investigación es mera ilusión y juego de niños”.

Ese mismo espíritu científico lo lleva a reconocer ––en contraste con la “certeza” de tantos creyentes–– que siempre habrá muchas lagunas en nuestro conocimiento de Jesús porque “sobre los orígenes de todos los grandes movimientos históricos suele haber alguna penumbra”. La opinión de Wrede, como la de los racionalistas, es tentativa y sujeta a corrección; no es dogma inmutable.

Wrede dedica la mayor parte de este breve trabajo de 50 páginas a indagar el origen de cada uno de los 27 escritos del actual Nuevo Testamento y reserva el capítulo final para explicar cómo esos 27 textos se integraron en un todo y cómo progresivamente los antiguos cristianos les fueron adjudicando divinidad, por encima de todos los demás documentos religiosos.

Pero en esta cronología resume su convicción de que el Nuevo Testamento no cayó del cielo completo el día siguiente a la partida de Jesucristo: “Una sociedad cristiana existió al menos dos décadas antes de la primera de las escrituras del Nuevo Testamento; alrededor de 100 años antes de que surgiera la última, unos 150 años antes del armado de alguna colección de escritos del Nuevo Testamento, y unos 300 o 400 años antes de que esa colección se completara en su forma actual y fuera universalmente reconocida”.

El paso del tiempo es crucial para Wrede ––y para nosotros–– porque demuestra que los documentos no pertenecen a testigos presenciales, y porque la precisión del contenido se hace dudosa: como observa el autor, nadie puede recordar con exactitud un texto largo como el Sermón de la Montaña, varias décadas después de haber sido pronunciado una sola vez y haber sido leído nunca.

De los 27 textos, el más antiguo es la Primera Epístola de Pablo, probablemente del año 54 de nuestra era, informa Wrede, pero no contiene datos sobre Jesucristo sino encara problemas de las incipientes comunidades cristianas. Recién alrededor del año 70 aparece el primer relato de la vida de Cristo: el llamado Evangelio de Marcos.

Wrede examina la posibilidad de que los evangelios de Mateo o Lucas fuesen anteriores y la descarta, porque ambos evangelistas se apoyaron en Marcos (y también en el documento perdido llamado Q, cuya existencia aun hoy debatimos).

El Evangelio de Juan pertenece ya a las postrimerías del siglo I; es inevitable la conclusión de que gran parte de la memoria de un Jesús histórico se perdió en esas décadas durante las cuales nadie pensó en preservar por escrito los dichos de Jesús, porque su regreso se juzgaba inminente. No es sólo eso; Wrede urge a sus lectores creyentes a “aceptar que las narraciones de la vida y las enseñanzas de Jesús experimentaron cambios importantes hasta que llegaron a los evangelios… en las décadas que mediaron entre sus diversos orígenes, vemos cómo se hicieron alteraciones, algunas pequeñas y insignificantes, otras más exhaustivas.”

Explica de este modo el proceso:

“Se corrige… cuando una expresión parece inquietante, cuando tal vez no parece adecuada a Jesús, o ya no corresponde a la creencia de un período posterior. Se puede demostrar que bajo el honesto convencimiento de que Jesús debe de haber dicho algo o relatado algo, se aseveraba que lo dijo…. La alteración debe de haber sido grande donde las ideas de la Iglesia se desarrollaron más… Fue así como comenzó un trabajo imperceptible de adaptar la imagen tradicional de Jesús a las creencias de un tiempo particular…”

Con igual eficacia y brevedad, Wrede demuestra que un buen número de las cartas de Pablo de Tarso (por ejemplo, 14 años de su correspondencia en Siria y Cilicia) y muchos documentos de otros Padres de la Iglesia se extraviaron, lo que refleja lo poco sagrados que esos escritos eran considerados en un principio. Las tradiciones eran juzgadas más valiosas.

William Wrede fue un experto en Pablo, a quien dedicó una obra monumental. Cree que sería exagerado afirmar que Pablo fue el “verdadero fundador del cristianismo”, aunque admite que la de Pablo no es una mera repetición del mensaje de Jesús: “Realmente hay una gran diferencia entre la enseñanza de Jesús y la de S. Pablo, y el apóstol ha puesto énfasis en pensamientos que no estaban presentes en la predicación original del Maestro”.

Racional y objetivo hasta el fin, Wrede declara interpolaciones fraudulentas esos mismos pasajes de Marcos, Juan y otros evangelistas que la crítica de hoy juzga falsos: “Si realmente hay motivos decisivos para suponer una falsificación, debemos reconocerlos honestamente”, admite.

Más aun, Wrede declara que los textos muestran que los evangelios no pertenecen a contemporáneos de Jesús sino a autores anónimos posteriores: “Ninguno de los tres (sinópticos) pretende seriamente haber sido un testigo presencial de la vida de Jesús. Ninguno de ellos narra de manera tal que implique que estaba hablando de sus propias experiencias. Nadie habla de su relación con Jesús, o usa en su historia el ‘nosotros’ personal. Además, Lucas positivamente niega ser un testigo ocular; él pertenece a una generación posterior,” dice, terminante, y similares criterios lo llevan a negar la autoría del evangelio llamado de Juan.

En la misma línea iconoclasta, no teme opinar que cinco de las cartas atribuidas a Pablo y las dos epístolas atribuidas a Pedro fueron escritas por otros, y lo fundamenta.

La parcialidad de los evangelistas es expuesta del mismo modo directo: “Nada podría ser más erróneo que considerar (a ellos) autores modernos de historia… no cuentan su historia simplemente como una historia sino que prefieren, como primera intención, propósitos prácticos y edificantes. No escriben objetivamente, o como personas desinteresadas o como meros cronistas; escriben para creyentes y como creyentes”.

Wrede otra vez revela un racionalismo lúcido: “(En Marcos) se destaca… la curación de los llamados endemoniados, es decir, aquellos poseídos, o, como deberíamos decir, aquellos que sufren de perturbaciones mentales.” Wrede califica de “mitos” episodios como el encuentro de Jesús con el Diablo o el caminar de Jesús en el mar, o la alimentación de 5 mil personas con un poco de pan y pescado. Su religiosidad ––recordemos que no fue un ateo–– solo aparece cuando aventura que Jesús poseía “el don de curar”, pero a la vez niega que Jesús haya sido “un ser divino que podría hacerlo todo”.

Acerca del autor de Evangelio de Lucas a veces es implacable: “La crítica no puede, por supuesto, afirmar que las alteraciones de Lucas son realmente mejoras en la secuencia de la historia. El gran viaje, por ejemplo, que él inserta en los capítulos 9 a 18, como tal no es imaginable…”.

En Los Hechos de los Apóstoles, también de “Lucas”, observa: “Las marcadas similitudes entre las imágenes de Pedro y de Pablo… son en parte accidentales, y en parte se deben a que el autor no tenía conocimiento claro de las diferencias entre los dos hombres”. Con “las diferencias”, Wrede alude a la intención de Pedro de mantener al cristianismo dentro del judaismo, contra el plan de Pablo de “paganizar” o universalizar el culto a Jesús.

Respecto del Apocalipsis el juicio no es menos severo: “La impresión principal para un lector moderno es la de una fantasía extraña y salvaje… Lutero dijo: ‘Mi alma no puede reconciliarse con este libro’, y la mayoría de los lectores de hoy comparten ese sentimiento…. podemos decir sin exagerar que, excepto en los primeros días (y para ‘aquellos cristianos cuya piedad asumió formas fanáticas, o a quienes el esoterismo de este mundo fantasmal alimentó su fantasía’) este libro siempre ha sido uno por el cual sus lectores sintieron poca simpatía, y los teólogos menos que nadie”.

Wrede señala que al principio el Antiguo Testamento fue recibido con naturalidad y reverencia por los cristianos pero, con el paso del tiempo, “para el cristianismo el rasgo principal fue más y más el de la profecía. Todo fue tomado ––no solo los libros proféticos, sino también la ley y los Salmos–– como una colección de profecías sobre Cristo y sobre un ‘final de los tiempos’ que empezó cuando Jesús vino. Con esta interpretación, el Antiguo Testamento se convirtió en una obra apocalíptica mesiánica”.

Finalmente, Wrede explica que los evangelios, “depositarios de la tradición de la vida de Cristo… receptáculos en los que se almacenaba la costosa joya”, con los años pasaron a ser considerados como las joyas en sí mismos.

Admirable y personal como es, Wrede debe ser alineado en la lúcida y liberal escuela alemana de análisis del Jesus histórico, a la que pertenecen, entre otros, Rudolf Bultmann, Bruno Bauer, David Friedrich Strauss, Hermann Gunkel y Albert Schweitzer. La opus magna de Schweitzer, La búsqueda del Jesús histórico (1901 y 1913) lleva el revelador subtítulo “Estudio crítico de su progreso, de Reimarus a Wrede”.