Por: Richard Dawkins

TRADUCIDO POR GABRIEL RODRÍGUEZ ALBERICH 

La gente hace muchas cosas en nombre de Dios.
Los irlandeses se vuelan los unos a los otros en su nombre.
Los árabes se vuelan en su nombre. Los imanes y los ayatolás oprimen a la mujer en su nombre.] Los papas y sacerdotes en celibato trastornan la vida sexual de la gente en su nombre.
Los shohets judíos le rajan la garganta a los animales en su nombre.
Los logros de la religión en la historia (las sangrientas cruzadas, los inquisidores torturadores, los conquistadores genocidas, los misioneros destructores de culturas, la resistencia impuesta legalmente a toda verdad científica hasta el último momento) son aun más impresionantes.

¿Y a qué ha ayudado todo esto?

Creo que está quedando cada vez más claro que la respuesta es absolutamente a nada.
No hay razón para creer en la existencia de ningún tipo de dios, y buenas razones para creer que no existen y nunca han existido.
Todo ha sido una enorme pérdida de tiempo y de vidas.
Sería un chiste de proporciones cósmicas si no fuera tan trágico.

¿Por qué cree la gente en Dios?

Para la mayoría de la gente, la respuesta es todavía una versión del antiguo Argumento del Diseño. Contemplamos la belleza y la complejidad del mundo: el aerodinámico batir del ala de una golondrina, la delicadeza de las flores y de las mariposas que las fertilizan, la hormigueante vida existente en una gota de agua de estanque a través de un microscopio, la copa de una secuoya gigante a través de un telescopio.
Nos reflejamos en la complejidad electrónica y la perfección óptica de nuestros propios ojos, que son los que miran. Si tenemos algo de imaginación, estas cosas nos llevan a un sentimiento de respeto y reverencia.
Por otra parte, no podemos dejar de impresionarnos por la obvia semejanza entre los organismos vivientes y los diseños cuidadosamente planificados de los ingenieros humanos.
Este argumento fue expresado en la famosa analogía del relojero del sacerdote del siglo XVIII William Paley. Aunque no supieras lo que es un reloj, el carácter obviamente diseñado de sus ruedas dentadas y muelles, y de cómo se engranan para un propósito, te forzarían a concluir

“que el reloj debe tener un hacedor: que tiene que haber existido, alguna vez, y en algún lugar, un inventor o inventores que lo construyeron para el propósito que le encontramos; que comprendían su construcción, y diseñaron su uso.”

Si esto es cierto para un reloj relativamente simple, ¿cuánto más lo será para el ojo, el oído, el riñón, el codo y el cerebro? Estas estructuras bellas, complejas, intrincadas y con un propósito obvio tienen que tener su propio diseñador, su propio relojero (Dios).

Así decía el argumento de Paley, y es un argumento que casi todas las personas pensativas y susceptibles acaban por descubrir en algún momento de su infancia. A lo largo de casi toda la historia, debe haber sido una verdad completamente convincente y autoevidente. Y ahora, como resultado de una de las revoluciones intelectuales más sorprendentes de la historia, sabemos que es falso, o al menos superfluo. Sabemos que el orden y el aparente propósito del mundo viviente ha aparecido mediante un proceso completemente distinto, un proceso que trabaja sin necesidad de ningún diseñador y que básicamente es consecuencia de unas leyes físicas muy simples. Es el proceso de la evolución por selección natural, descubierto por Charles Darwin e, independientemente, por Alfred Russel Wallace.

¿Qué tienen en común todos los objetos que parecen haber tenido un diseñador?

La respuesta es su improbabilidad estadística.
Si encontramos una piedra transparente pulida en forma de lente por el mar, no concluímos que debe haberla diseñado un óptico: las leyes físicas pueden lograr este resultado sin ayuda; no es tan improbable que simplemente “haya ocurrido”.
Pero si encontramos una lente compuesta, corregida cuidadosamente contra la aberración esférica y cromática, con un filtro para la luz brillante, y con las palabras “Carl Zeiss” grabadas en la montura, sabemos que no puede haber aparecido por casualidad.
Si coges todos los átomos de la lente compuesta y los juntas al azar bajo la influencia de las leyes de la física, es teóricamente posible que, por pura casualidad, los átomos formen el patrón de una lente compuesta de Zeiss, e incluso que los átomos de alrededor de la montura queden de manera que aparezca grabado el nombre de Carl Zeiss. Pero el número de otras posibilidades en las que podrían quedar los átomos es tan enorme, vasto e inconmensurablemente grande que podemos despreciar completamente la hipótesis de la casualidad.
La casualidad no cuenta como explicación.
Por cierto, esto no es un argumento circular. Puede parecer circular porque se podría decir que cualquier disposición de los átomos es muy improbable.
Como se ha dicho con anterioridad, cuando una bola cae sobre una hoja de césped particular en un campo de golf, sería absurdo exclamar: “De todos los miles de millones de hojas de césped en los que podría haber caído, la bola ha caído justamente sobre ésta.
¡Qué asombrosa y milagrosamente improbable!” Aquí la falacia es, por supuesto, que la bola tenía que caer en alguna parte. Sólo podemos asombrarnos de la improbabilidad del suceso si lo especificamos a priori: por ejemplo, si un hombre con los ojos vendados gira sobre sí mismo en el tee, golpea la bola al azar, y logra un hoyo en uno. Eso sería realmente asombroso, porque el objetivo de la bola se especifica de antemano.
De los trillones de formas que hay de juntar los átomos de un telescopio, sólo una minoría funcionaría realmente de manera útil. Sólo una pequeña minoría tendría el nombre de Carl Zeiss grabado, o, de hecho, cualquier palabra de cualquier lenguaje humano.
Ocurre lo mismo con las piezas de un reloj: de todos los miles de millones de formas que hay de juntarlas, sólo una pequeña minoría dará la hora o hará algo útil.
Y, por supuesto, lo mismo ocurre, a posteriori, con las partes de un cuerpo viviente.
De las trillones de trillones de maneras que hay de juntar las partes de un cuerpo, sólo una minoría infinitesimal podría vivir, buscar comida, comer y reproducirse.
Cierto, hay muchas formas de estar vivo (al menos diez millones de formas si contamos el número de especies distintas que hay en la actualidad) pero, haya las formas que haya de estar vivo, ¡es seguro que hay muchísimas más formas de estar muerto!
Podemos concluir con seguridad que los seres vivos son demasiado complicados (demasiado improbables estadísticamente) para que hayan aparecido por pura casualidad.

¿Cómo, pues, han aparecido?

La respuesta es que la casualidad tiene que ver en esta historia, pero no un acto individual y monolítico de casualidad. En cambio, se ha dado uno tras otro en secuencia, una larga sucesión de pequeños pasos casuales, cada uno lo suficientemente pequeño para que sea un producto creíble de su predecesor. Estos pequeños pasos de casualidad están causados por las mutaciones genéticas, cambios al azar (errores de hecho) en el material genético.
Estos cambios producen alteraciones en la estructura del cuerpo. La mayoría de estos cambios son letales y llevan a la muerte. Una minoría de ellos resultan ser ligeras mejoras, que llevan a un aumento de la supervivencia y la reproducción.
A través de este proceso de selección natural, esos cambios azarosos que resultan ser beneficiosos acaban por extenderse en la especie y se convierte en la norma. La escena queda ahora a la espera de otro pequeño cambio en el proceso evolutivo.
Después de, digamos, un millar de estos pequeños cambios, cada uno de los cuales proporciona la base para el siguiente, el resultado final se ha hecho, por proceso de acumulación, demasiado complejo para que haya aparecido en un acto individual de casualidad.
Por ejemplo, es teóricamente posible que aparezca, de un simple golpe de suerte, un ojo de la nada: digamos de la piel desnuda. Es teóricamente posible en ese sentido que la receta se haya escrito en la forma de un gran número de mutaciones.
Si todas estas mutaciones ocurrieran simultáneamente, podría aparecer un ojo de la nada. Pero, aunque es teóricamente posible, es inconcebible en la práctica. La cantidad de suerte implicada es demasiado grande.
La receta “correcta” implica cambios en un número enorme de genes simultánemente.
La receta correcta es una combinación particular de cambios entre trillones de combinaciones de cambios igualmente probables.
Podemos descartar con seguridad una coincidencia tan milagrosa. Pero es perfectamente plausible que el ojo moderno haya aparecido a partir de algo casi igual al ojo moderno pero no del todo: un ojo un poquito menos elaborado.
Con el mismo argumento, este ojo un poquito menos elaborado apareció a partir de un ojo un poquito menos elaborado aún, etcétera. Si suponemos un número suficientemente grande de diferencias suficientemente pequeñas entre cada etapa evolutiva y su predecesora, podemos derivar un ojo complejo a partir de la piel desnuda.
¿Cuántas etapas intermedias podemos postular?
Eso depende de con cuánto tiempo podemos tratar.

¿Ha habido suficiente tiempo para que se desarrollen ojos de la nada mediante pequeños pasos?

Los fósiles nos dicen que la vida se ha desarrollado en la Tierra desde hace más de 3.000 millones de años. Es casi imposible para un hombre imaginar una cantidad de tiempo tan inmensa.
Natural y afortunadamente, tendemos a percibir nuestra propia vida como un periodo de tiempo bastante largo, aunque raramente vivamos un siglo.
Hace 2.000 años que vivió Jesucristo, un periodo de tiempo suficientemente largo para confundir la diferencia entre historia y mito.

¿Puedes imaginar un millón de veces ese periodo?

Supón que queremos escribir toda la historia en un largo rollo de papel. Si metiéramos toda la Historia en un metro de rollo,
¿cuánto ocuparía la parte del rollo destinada a la Prehistoria, desde el principio de la evolución?
La respuesta es que la parte del rollo dedicada a la Prehistoria se extendería desde Milán a Moscú. Piensa en las implicaciones que esto tiene en la cantidad de cambio evolutivo que cabría en todo ese tiempo.
Todas las razas domésticas de perro (pekineses, perros de lanas, perros de aguas, San Bernardos y Chihuahuas) han surgido a partir de lobos en un periodo de tiempo que se mide en cientos o como mucho miles de años: no más de dos metros en el trayecto de Milán a Moscú.
Piensa en la cantidad de cambio implicado en el tránsito de un lobo a un pekinés; ahora multiplica esa cantidad de cambio por un millón. Si lo miras de esa manera, parece más fácil creer que un ojo puede desarrollarse de la nada poco a poco.
Se hace necesario para satisfacer nuestra existencia que todas las partes intermedias en la ruta evolutiva, digamos desde la piel desnuda hasta el ojo moderno, tienen que haberse favorecido por la selección natural; haber sido una mejora con respecto a su predecesor en la secuencia o al menos haber sobrevivido.
No tiene sentido pensar que teóricamente existe una cadena de partes intermedias casi imperceptiblemente diferentes, si muchos de esos individuos intermedios han muerto.
A veces se arguye que las partes de un ojo tienen que estar todas presentes o el ojo no funcionaría en absoluto. Medio ojo, dice el argumento, no es mejor que ningún ojo.
No puedes volar con medio ala; no puedes oír con medio oído. Por tanto no puede haber existido una serie de partes intermedias hasta el ojo, ala u oído modernos.
Este tipo de argumento es tan ingenuo que uno sólo puede preguntarse cuáles son los motivos subconscientes para querer creer en él. Es obviamente falso que medio ojo sea inútil. Los que padecen de cataratas cuyos cristalinos han sito extirpados quirúrjicamente no ven bien sin gafas, pero están mucho mejor que la gente que no puede ver nada.
Sin cristalino no puedes enfocar detalladamente una imagen, pero puedes evitar chocar con obstáculos y detectar la sombra amenanzante de un depredador.
Con respecto al argumento de que no se puede volar con medio ala, es refutado por un gran número de animales planeadores, incluyendo a mamíferos de muchos tipos, lagartos, ranas, serpientes y calamares. Muchos tipos distintos de animales arbóreos tienen membranas de piel entre sus articulaciones que son realmente medio alas.
Si te caes de un árbol, cualquier membrana de piel o aplanamiento del cuerpo que aumente el área de tu superficie puede salvarte la vida. Y, sean como sean de grandes tus membranas, siempre tiene que haber una altura crítica tal que, si te caes de un árbol desde esa altura, habrías salvado la vida con sólo un poquito más de superficie.
Entonces, cuando tus descendientes hayan desarrollado esa superficie extra, podrán salvar sus vidas con sólo un poquito más de superficie, si se caen de un árbol a una altura ligeramente superior. Y así, mediante una sucesión imperceptiblemente gradual de pasos, cientos de generaciones después, aparecen alas completas.
Los ojos y las alas no pueden aparecer de una vez. Eso sería como tener la casi infinita suerte de dar con la combinación que abre la caja fuerte de un gran banco.
Pero si giras las ruedas de la cerradura al azar, y cada vez que te acercas un poco al número afortunado la puerta de la caja fuerte hace un crujido, ¡no tardarías en abrir la puerta! Esencialmente, ése es el secreto de cómo la evolución por selección natural logra lo que antes parecía imposible.
Las cosas que no pueden derivarse plausiblemente de predecesores muy diferentes pueden derivarse plausiblemente de predecesores sólo ligeramente diferentes. Teniendo una serie suficientemente larga de predecesores ligeramente diferentes, podemos derivar cualquier cosa a partir de cualquier otra cosa.
La evolución, pues, es teóricamente capaz de hacer el trabajo que, érase una vez, parecía ser una prerrogativa de Dios.
Pero ¿existe alguna prueba de que la evolución haya existido realmente?
La respuesta es sí; las pruebas son abrumadoras.
Se encuentran millones de fósiles exactamente en el sitio y exactamente a la profundidad que deberíamos esperar si la evolución fuese cierta.
No se ha encontrado ni un solo fósil en un lugar donde la evolución no sea capaz de explicarlo, aunque esto podría haber pasado fácilmente. Un fósil de mamífero en rocas tan antiguas que los peces aún no habían aparecido, por ejemplo, sería suficiente para refutar la teoría de la evolución.
Los patrones de distribución de los animales y plantas en los continentes e islas del mundo es exactamente lo que esperaríamos si se hubieran desarrollado a partir de ancestros comunes mediante un proceso lento y gradual.
Los patrones de semejanza entre los animales y plantas es exactamente lo que deberíamos esperar si algunos fueran primos entre ellos, y otros fueran primos más distantes.
El hecho de que el código genético sea el mismo en todas las criaturas vivientes sugiere abrumadoramente que todas son descendientes de un único ancestro.
La evidencia de evolución es tan convincente que la única manera de salvar la teoría de la creación es suponer que Dios colocó deliberadamente enormes cantidades de pruebas para hacer que pareciese que la evolución fuese real.
En otras palabras, los fósiles, la distribución geográfica de los animales, etcétera, son todos un gigante truco de timador.

¿Alguien quiere adorar a un Dios capaz de tal fraude?

Es seguro mucho más reverente, y más sensato científicamente , aceptar el significado literal de la evidencia. Todos los seres vivos son primos unos de otros, descendientes de un ancestro remoto que vivió hace más de 3.000 millones de años.
El Argumento del Diseño ha sido pues destruido como razón para creer en Dios.

¿Hay muchos más argumentos?

Algunos creen en Dios por lo que dicen es una revelación interior. Tales revelaciones no son siempre edificantes pero parecen sin duda reales al individuo implicado. Muchos habitantes de manicomios tienen la fe interior de que son Napoleón o Dios mismo.
El poder de esas convicciones es indudable para los que las tienen, pero esto no es razón para que el resto de nosotros les creamos. De hecho, ya que esas creencias son mutuamente contradictorias, no las creemos en absoluto.
Hay algo más que debe decirse.
La evolución por selección natural explica muchas cosas, pero no pudo empezar de la nada. No podría haber empezado hasta que apareciese algún tipo de reproducción y herencia.
La herencia moderna está basada en el código del ADN, que es de por sí demasiado complicado para que apareciese espontáneamente mediante una casualidad individual. Esto parece significar que tuvo que haber existido un sistema hereditario anterior, ahora desaparecido, que era lo suficientemente simple para que apareciese por casualidad por las leyes de la química, y que proporcionó el medio en el que pudo dar comienzo una forma primitiva de selección natural acumulativa.
El ADN fue un producto posterior de esta selección acumulativa. Antes de esta original forma de selección natural, hubo un periodo en el que los compuestos químicos se formaron a partir de elementos más simples, siguiendo las conocidas leyes de la física.
Antes de eso, todo fue construido a partir del hidrógeno puro como consecuencia inmediata del big bang, el suceso que inició el universo.
Existe la tentación de argumentar que, aunque Dios puede no ser necesario para explicar la evolución de orden complejo una vez que el universo comenzó con sus leyes fundamentales de la física, sí necesitamos a Dios para explicar el origen de todas las cosas.
Esta idea no le deja mucho trabajo a Dios: sólo hizo estallar el big bang, se sentó y esperó a que pasara todo. El físico-químico Peter Atkins, en su libro maravillosamente escrito La Creación, postula un Dios perezoso que se esforzó por hacer lo menos posible para iniciarlo todo.
Atkins explica cómo todo suceso en la historia del universo resulta, por simple ley física, de su predecesor. Así reduce el trabajo que el perezoso creador necesitaría realizar y finalmente concluye que, de hecho, ¡no habría necesitado hacer nada en absoluto!
Los detalles de la etapa primordial del universo pertenecen al reino de la física, mientras que yo soy un biólogo, más relacionado con las etapas posteriores de la evolución de la complejidad.
Para mí, la cuestión importante es que aunque el físico necesite postular un mínimo irreductible que tuvo que estar presente en el inicio, para que el universo pudiera comenzar, ese mínimo irreductible es ciertamente extremadamente simple.
Por definición, las explicaciones que surgen de premisas simples son más plausibles y más satisfactorias que las explicaciones que tienen que postular comienzos complejos y estadísticamente improbables.
¡Y es difícil conseguir algo más complejo que un Dios Todopoderoso!

Artículos Relacionados

Share This